La obra reseñada a continuación fue publicada en junio de 2022. El autor, Ed Yong, periodista especializado en divulgación científica, fue ganador del premio Pulitzer por su anterior obra I Contain Multitudes, en la que se adentra en el increíble mundo de nuestra microbiota. En “Immense World”, Yong se sumerge en el mundo sensorial de los otros animales para descubrirnos que lo que las humanas percibimos es sólo una pequeña fracción de lo que el mundo puede ofrecer a los sentidos.
Este viaje sensorial parte de la introducción del concepto de Umwelt –del alemán “ambiente”– definido originalmente por el zoólogo Jakob von Uexküll en 1909, y utilizado para referirse al mundo perceptible de un animal, o sea, las partes del ambiente que puede sentir y experimentar. Situados en una misma habitación, diversos animales pueden tener Umwelts completamente diferentes. Como bien nos expresa Yong al inicio, su obra es un tributo a la diversidad y no a la superioridad, y recontextualiza el debate sobre muestra relación con los demás animales con el concepto de Umwelt en el centro: nos muestra a los demás animales como entidades sintientes cuyos mundos vale la pena contemplar.
El autor profundiza en cada una de las propiedades sensoriales de los individuos del reino animal. Para ello, propone una estructura en forma de una docena de capítulos en el que cada uno se centra en un sentido en particular. Sí, sí, ¡once sentidos! De esta forma Yong nos aleja de la vieja clasificación aristotélica y antropocéntrica de los cinco sentidos -vista, oído, olfato, gusto y tacto- y le concede un lugar de la misma importancia a la propiocepción, al equilibrio (también presentes en humanas, pero diferentes al tacto) y a otros sentidos más parecidos a “súperpoderes” que difícilmente podemos imaginar; como el tacto remoto, la visión ultravioleta, la ecolocación, la electrolocación o la magnetorecepción. Aunque el autor nos sugiere un orden, los capítulos son extensos y están ricamente referenciados como para que la lectora se sumerja en los sentidos de manera arbitraria, según le dicte la curiosidad. No faltan ejemplos, anécdotas, entrevistas y reflexiones de decenas de biólogas que acompañan a Yong en este viaje sensorial y le abren la puerta de sus laboratorios. Y no menos importante, en cada capítulo nos acompañan también otras personas sin las cuáles no podríamos aprender nada, como Selka la nutria, Portia la araña, Qualia la pulpo o Typo el perro.
En el primer capítulo, ”Leacking Sacks of Chemichals. Smells and Tastes”, el autor nos anima a sacar a pasear nuestras narices y deconstruye varios mitos sobre el olfato humano. A pesar de ser criaturas muy visuales, lo cierto es que las humanas tenemos muy buen olfato. Podemos discernir mejor entre dos olores diferentes de lo que podemos discernir entre dos colores. Podemos distinguir olores que los ratones no pueden. ¿Y por qué no nos fiamos más de nuestra nariz? ¿Por qué el olfato es un sentido tan devaluado? Yong nos explica que desde Platón y Aristóteles, pasando por Darwin y Kant, el olfato fue siempre considerado como un sentido abstracto, de poca utilidad, que no podía aportar más que reacciones puramente emocionales; un sentido primario y animal del que nos debemos librar para ser libres. Esta perspectiva eurocentrista no predomina en todas las culturas, como nos muestran algunas antropólogas entrevistadas en este capítulo. Incluso entre las personas occidentales encontramos variación en el sentido del olfato. El gen OR7D4 codifica por un receptor que responde a la androstenona, un olor para la mayoría repulsivo; pero algunos individuos heredan una versión menos común y la androstenona ¡les huele a vainilla!.
Aunque nuestro olfato merece más apreciación de la que le damos, no tiene nada que hacer al lado de las capacidades de otros animales. ¿Imagináis poder esquivar minas de tierra porque podéis oler la dinamita, como los elefantes? ¿Imagináis ser tan sensibles a las feromonas de tus compañeras que un sólo miligramo serviría para dejar un rastro que dé tres vueltas al planeta, como las hormigas? Hay muchos más ejemplos que dejamos descubrir a la lectora, a lo largo de este capítulo.
Del olfato pasamos al gusto, aprendiendo primero la diferencia entre estos dos sentidos. El gusto es innato y reflexivo, mientras que el olor es culturalmente aprendido. Los olores no tienen significado hasta que los asociamos con experiencias. El ejército estadounidense intentó desarrollar una bomba fétida que sirviera para “controlar masas” en todo el mundo, pero no pudieron encontrar un olor que fuera desagradable en todas las culturas. Por otro lado, desde que nacemos, nos repelen determinados gustos amargos y ácidos, y con la edad podemos aprender a apreciarlos y disfrutar del cacao, el café o la cerveza. El que pensemos que nuestro sentido del gusto es el más refinado es irónico, comenta Yong. El sabor amargo nos sirve para detectar componentes tóxicos en la comida, pero no para discernir entre diferentes amargos ya que sólo podemos percibir “amargo”. No necesitamos saber qué es, sólo que no debemos comerlo.
En contra de lo que podemos pensar, no degustamos únicamente con la lengua, sino que tenemos receptores del gusto también en nuestros órganos internos como el esófago o los pulmones. Hay otros animales, como algunos peces, que tienen receptores del gusto en todo el cuerpo. Otros, como algunos insectos, pueden degustar ¡con los pies! Y así, este capítulo está lleno de otros ejemplos mucho más surrealistas y anecdóticos. ¿Sabías que la orina de leopardo huele a palomitas de maíz? ¿O que los animales puramente carnívoros, como los gatos, no detectan el sabor dulce?
El segundo y tercer capítulo, “Endless Ways of Seeing. Light” y “Rurple, Gurple, Yurple. Color”, está dedicado enteramente a la visión, el sentido predominante en las humanas y al cuál atribuimos más valor debido a nuestro sesgo antropocéntrico. Instintivamente, escribe Yong, equiparamos una mirada activa a una inteligencia activa. La vista no funciona de manera instantánea, sino que requiere un tiempo para que la señal de los fotorreceptores llegue al cerebro. Este tiempo varía enormemente entre especies. Un tipo de mosca ejecuta este proceso en 6 milisegundos, en contraste con los 30 milisegundos que necesitamos las humanas. Es el fotorreceptor más rápido conocido hasta la fecha. Para estas moscas, ¡un grupo de humanas boxeando se vería como una sesión de taichi!
Aparte de la velocidad, otro aspecto importante en el sentido de la visa es el color. Hay animales monocromáticos, dicromáticos, tricromáticos y tetracromáticos. Para la ballena azul, de vista monocromática, el océano no es azul. Lo mismo sucede con los maestros del camuflaje, los pulpos, capaces de mimetizar cientos de colores pero ¡incapaces de verlos! Para nuestras compañeras perrunas, dicromáticas, los paseos por el bosque tienen colores muy diferentes a los que vemos nosotras, tricromáticas. En vez de una frondosidad verde, ellas pasean entre tonalidades de blanco, como una naturaleza en invierno permanente. Hay insectos, pájaros y peces tetracromáticos que pueden ver colores de los cuales nosotras sólo podemos percibir un 1%, como las tonalidades UVA (aunque algunas humanas, como el célebre pintor Claude Monet, han gozado de esta habilidad. ¡Dejamos a la lectora descubrir el por qué!).
En el cuarto capítulo, “The Unwanted Sense: Pain”, Yong nos hace una propuesta interesante: nos propone el dolor como otro sentido, el sentido indeseado. Es el único cuya ausencia es considerada un “súperpoder”. No obstante, es crucial para la supervivencia. Yong distingue entre dolor y nocicepción: el dolor requiere cierto grado de conciencia, mientras que la nocicepción puede existir sin ella. Aun así, remarca, no significa que uno sea más real que el otro. Además, el dolor y su experiencia no son homogéneas a lo largo del reino animal. Entre las humanas existen variedades, hay quien aprende a disfrutar experiencias dolorosas como el picante, los tatuajes o el calor abrasador de las saunas. O, por ejemplo, cuando el calamar sufre algún daño siente el dolor en todo su cuerpo, no sólo en el foco del dolor. ¿Cómo podemos comparar su experiencia del dolor con la nuestra? La expresión del dolor es también diversa (por ejemplo, una gacela agonizante va a intentar no emitir ningún sonido o movimiento para no llamar la atención de depredadores), pero suele predominar un enfoque antropocéntrico y antropomórfico que prioriza unos tipos de dolores e invisibiliza otros: los demás animales sienten dolor como nosotras o no sienten nada. Esta falsa dicotomía, explican algunas biólogas entrevistadas, dificulta la investigación de la biología sensorial, tanto para entender qué está sintiendo exactamente el otro animal como para convencer a otras humanas de ello. Por mucho tiempo se afirmó que el dolor era una experiencia atribuible únicamente a mamíferos y aves, y que por ejemplo los peces eran incapaces de sufrir. Ahora sabemos que esto no es cierto y que los peces son conscientes de su propio dolor. También, Yong nos muestra mediante conversaciones con biólogos especializados el debate en torno a la experiencia del dolor otros grupos de animales, como los insectos o los moluscos.
Del dolor pasamos al tacto en los tres siguientes capítulos, “So Cool”, “A Rough Sense” y “The Rippling Ground”, un sentido que se potencia cuando la visibilidad es limitada. Yong empieza explorando la capacidad de sentir el calor, la capacidad de sentir el frío (que no es la ausencia de calor) y las capacidades asombrosas de ciertos animales para vivir en ambientes extremos. Conoceremos a una nutria que nos enseña su asombrosa capacidad táctil, más aguda que la vista, y a una ardilla que puede sobrevivir temperaturas bajo cero porque, aunque puede notar el frío, no le supone una sensación dolorosa (pero sí que puede sentir dolor con otros estímulos). También descubrimos cómo algunos escarabajos son tan sensibles al calor que lo pueden detectar a kilómetros de distancia y que lejos de molestarles, les encanta, ya que deciden anidar en las cenizas aún calientes de los incendios.
Página tras página vamos descubriendo que el sentido del tacto es mucho más de lo que nosotras podemos experimentar. El “tacto remoto” que gozan algunos animales les permite “tocar” objetos a distancia. Los cocodrilos pueden notar minúsculos remolinos en el agua que les indican a qué distancia se encuentra un objeto en movimiento. Algo parecido pueden hacer las focas y los grillos (con corrientes de aire), u otros mamíferos con los bigotes. Hay teorías que sugieren que esta era la función primordial de nuestro vello corporal. ¡Imaginad poder sentir el pequeño aleteo de una mariposa a un par de metros de distancia de la misma manera en que sentimos en la piel el aire de un ventilador! No hace falta pelo para poder tocar a distancia, los elefantes son capaces de detectar seísmos a través de las plantas de sus pies. De alguna forma, pueden escuchar con sus pies, y así nos introducimos en el siguiente sentido, el oído.
El octavo capítulo “All Ears. Sound” analiza el sentido auditivo, que a diferencia de la nocicepción o el tacto, no es universal. Conoceremos la importancia de este sentido en la vida de varios animales, como los ratones, los búhos o los pájaros, que cantan canciones sorprendentemente complejas con muchas notas que nuestros oídos son incapaces de percibir.
Los últimos tres capítulos, “A Silent World Shouts Back”, “Living Batteries” y “They Know the Way” son sin duda los más fascinantes, ya que Yong nos describe sentidos que nosotras carecemos por completo, como la ecolocalización, la electrolocación y el magnetoreceptismo. La ecolocalización, la propiedad más conocida quizás debido a los murciélagos, es la habilidad de conocer su entorno mediante el retorno del eco de las ondas sonoras que emiten. Es más potente que la vista y, los animales con esta capacidad, pueden detectar objetos escondidos detrás de otros. ¡Imaginad qué fácil sería encontrar las llaves con esta habilidad!
La electrolocalización es similar a la ecolocalización, pero en vez de ondas sonoras utiliza la electricidad para percibir los objetos de alrededor. Es un sentido ancestral que evolucionó a partir de la línea lateral del ancestro común de los vertebrados. Las anguilas eléctricas son el animal más conocido con este sentido; emiten un campo eléctrico constante desde la punta de su cola y son capaces de detectar objetos debido a las diferentes propiedades conductoras de estos. Pueden detectar también diferencias entre aguas debido a la diferencia de carga mineral. Por esto se diferencia de la visión, ya que pueden percibir las cualidades físicas de los objetos. Es además un sentido instantáneo y unidireccional, ya que los electrorreceptores traducen electricidad en electricidad, no como los otros sentidos que tienen que transformar moléculas o fotones en señales eléctricas. Hay otros tipos de peces y algunos tiburones con esta capacidad, además del simpático ornitorrinco. Debido a que la electrolocalización necesita un medio conductor para funcionar, por mucho tiempo se atribuyó únicamente a animales acuáticos. No obstante, recientemente se ha comprobado que esto no es así: hay insectos capaces de detectar campos eléctricos. Los abejorros son capaces de detectar los campos eléctricos de las flores con los pelos de las patas, lo que les facilita adquirir polen antes de posarse en ellas. Hay algunas arañas capaces de detectar el campo eléctrico de la Tierra y ¡montarse en él! Esta técnica, llamada “ballooning” permite a las arañas “volar” colgadas de su propio hilo que se mueve no por el viento, sino por la diferencia de carga potencial entre su seda y el aire. Cuando las condiciones son óptimas, las arañas pueden detectar el campo eléctrico terrestre con los pelos de sus patas, tejer un poco de hilo, levantarse sobre sus patas traseras y echarse a volar aunque no haya ni una gota de brisa.
Después, Yong nos presenta el sentido más misterioso, la magnetorecepción, la capacidad de percibir el campo magnético de la Tierra. La biología sensorial aún no ha podido descifrar cómo funciona exactamente ni qué órgano es responsable de su percepción, y mucho menos imaginar cómo lo experimentan los animales. Este sentido está presente en especies migratorias y tiene una función orientativa en largas distancias (a nivel planetario), no nos funcionaría para ir de la cocina al baño, como lo harían la ecolocalización o la electrolocalización. Yong nos introduce las tres teorías actuales que intentan explicarlo de la mano de varios científicos que estudian las aves, las ballenas y las tortugas marinas, especies migratorias se orientan en su ruta por el campo magnético de la tierra. Las tortugas, de hecho, son capaces de percibir dos tipos diferentes de campos magnéticos, algo equivalente a la latitud y longitud de unas coordenadas. Es posible que algunos pájaros sean capaces de ver el campo magnético y guiarse de esa manera. Como es el sentido más ajeno a nosotras, varias biólogas nos explican las dificultades que se presentan a la hora de estudiarlo. Para las aves y las tortugas, es sencillo diseñar experimentos donde se altera el campo magnético de su alrededor debido a su pequeño tamaño. Con animales más grandes como las ballenas, cruzan los datos de sus migraciones con las fechas en las que hay tormentas solares que alteran temporalmente el campo magnético terrestre, lo que provoca que estas se pierdan y lleguen a las orillas con una frecuencia cuatro veces mayor.
En último lugar, en el capítulo “Every Window at Once” el autor nos recuerda los sentidos olvidados que nos informan sobre nuestro propio cuerpo, la propiocepción y el equilibrio. Son tan importantes para la vida que los damos por sentado. Nos informan sobre nosotras mismas para poder distinguir nuestros propios estímulos de los del mundo exterior, nos hacen dueñas de nuestros propios cuerpos. La habilidad de separar nuestros cuerpos del resto del mundo, de distinguir entre nosotras y otras entidades, es lo que algunas neurólogas definen como la fundación de la sintiencia, que no requiere de conciencia o inteligencia avanzada para funcionar. La sintiencia se presenta como una condición fundacional de la condición animal, ya que no podemos entender el mundo que nos rodea sin entendernos primero a nosotras mismas.
Aunque Yong describe una multitud de posibilidades sensoriales lo largo de casi 500 páginas, pretende enlazarlos alrededor de una idea central. La postura conservadora en el debate sobre la sintiencia animal es que la conciencia no es una condición inherente a la vida, y por tanto no podemos asumir que todos los animales son capaces de sentir dolor u otras experiencias conscientes. Además, la cuestión del dolor suele centrarse en la pregunta de si los otros animales pueden o no sentirlo. A partir de esta pregunta, vienen implícitas otras de tipo moral: ¿puedo comerme a este animal? ¿puedo pescarlo? ¿debería dejar de comer carne?, etc. Pero Yong nos anima a ir un poco más allá en nuestro planteamiento filosófico. Conoceremos en el libro casos de humanas con indiferencia congénita al dolor. ¿Es aceptable explotarlas? Otras biólogas le plantean a Yong sus dilemas éticos a la hora de diseñar experimentos para probar la capacidad de dolor de otros animales sin hacerles daño. Una bióloga que estudia la sintiencia de los peces afirma que los experimentos con animales deben ser difíciles y no tomarse a la ligera. Las científicas deben sentirse como mínimo incómodas con los experimentos que realizan con animales, aunque no les causen dolor y a pesar de que el objetivo final de la investigación sea demostrar su capacidad de sintiencia para mejorar su bienestar. Después de todo, el animal en cuestión ni lo sabe ni ha decidido participar.
Yong nos incita a ampliar el marco que contextualiza estas preguntas, e interesarnos no sólo por qué podemos hacer a los demás animales, sino a interesarnos por los demás animales mismos. Para él, centrarnos únicamente en su capacidad de sufrir es una limitación para poder entender los paisajes sensoriales que gozan. La etnozoología discute a menudo los peligros del antropomorfismo, es decir, la tendencia a atribuir erróneamente emociones o capacidades humanas a otros animales. Pero quizá la manifestación más común y menos reconocida del antropomorfismo sea justamente la inversa, dice el autor, la tendencia a olvidarse de otros Umwelten, a enmarcar los Umwelten de los otros animales en nuestro esquema de cinco sentidos aristotélicos. El Umwelt de un animal es el producto de todo su sistema nervioso interactuando a la vez. Son sistemas tan complejos, dice un investigador, que ni en sus mejores sueños podría construir un robot remotamente similar. Yong puntualiza que a lo largo de este libro ha explorado los sentidos como partes separadas para facilitar su explicación, pero para comprenderlos de verdad, debemos pensar en ellos como parte de un todo unificado. Los perros son maestros del olfato, pero poseen también grandes orejas. Los búhos son maestros del oído, pero hay que fijarse en sus grandes ojos. Las arañas saltadoras dependen de sus grandes ojos, pero también son sensibles a las vibraciones de la superficie que viajan a través de su cuerpo. Debemos celebrar los paisajes sensoriales de todos los animales, ya que los demás animales merecen nuestra apreciación no sólo por su capacidad de sufrir, sino también por su fascinante forma de percibir el mundo.
“Immense World. How Animal Senses Reveal a Hidden Realm Around Us” descubre a la lectora un mundo nuevo que cambiará su forma de contemplar a los otros animales. Es una obra destinada a un público muy amplio; desde cualquier amante de los animales, aficionados de la biología hasta por supuesto investigadoras profesionales con interés en la biología sensorial. Debido a su riqueza en teoría científica es perfecto para cualquier persona dedicada profesionalmente a la investigación, y el lenguaje divulgativo empleado por Yong presenta esta teoría de una forma cómoda y cercana para cualquier persona fuera del campo de las ciencias naturales con ganas de aprender.
Este libro es un tributo al poder de la empatía humana, ya que estamos más cerca que nunca de entender como experiencia el mundo los demás animales. Gracias al estudio del paisaje sensorial de otras criaturas, hemos conseguido entender mejor el nuestro y además hemos sido capaces de desarrollar aplicaciones tecnológicas muy positivas: la visión de las langostas inspiró la invención del telescopio, los delfines inspiraron los sonares de los barcos, y más. Incluso el estudio de la propiocepción ha sugerido recientemente la esquizofrenia como un trastorno de esta habilidad, en la que las personas sufren alucinaciones porque no pueden distinguir su propia voz interna de las voces de su alrededor, fallan a la hora de distinguir a las otras de ellas mismas.
Paradójicamente, cuánto más les entendemos, más difícil hacemos la existencia a los demás animales. Yong nos propone contemplar nuestras acciones por la óptica del Umwelt para ver como las acciones banales en nuestra vida cotidiana tienen efectos dañinos y disruptores sobre la vida de las otras criaturas. Por ejemplo, la constante contaminación lumínica interrumpe las rutas migratorias de muchas especies que se guían por la luz de los astros (cada 11 de septiembre, un millón de pájaros quedan atrapados en los faros de luz que se alzan como homenaje a las víctimas del atentado en Nueva York). La contaminación acústica, que equivale a que dos tercios de Europa estuvieran sometidos a lluvia perpetua, dificulta la comunicación entre individuos de otras especies, que utilizan canciones u otros tipos de sonidos. Esta contaminación acústica se extiende también a los océanos, donde el sonido viaja mucho más rápido que por el aire y donde el tráfico náutico se ha más que triplicado desde la Segunda Guerra Mundial. Y un largo etcétera. No obstante, Yong señala soluciones sencillas que mejorarían enormemente nuestra convivencia con los demás animales, como cambiar las luces LED de azul a rojo, o pavimentar las superficies con materiales porosos para que absorban más el ruido del tráfico. Utilizar la óptica de Umwelt como herramienta de convivencia facilita también el rewilding, como nos muestra Yong con el caso de unas biólogas marinas que han conseguido repoblar corales con altavoces sumergidos que simulan los ruidos de un coral repleto de vida, lo cual atrae de nuevo a los peces.
Las ciencias naturales no son las únicas que pueden beneficiarse de utilizar el Umwelt como punto de interacción a otras criaturas. La antropología utiliza la etnografía multiespecie como herramienta de trabajo de campo con animales no humanos. La epistemología antiespecista que empleamos en Antropología de la Vida Animal. Grupo de estudios de etnozoología defiende que lo salvaje no es distante, sino que es donde existimos sumergidas, y nuestro día a día está lleno de interacciones con otros animales que forman parte también del tejido social. Nuestra antropología incluye y estudia las relaciones que formamos con las otras para luego poder hacernos preguntas, teniendo en cuenta su agencia, sus intereses, sus emociones y fundamentalmente sus derechos. Las humanas gozamos también de un “súperpoder”: Yong nos recuerda que somos el único animal con la capacidad de preguntarnos cómo perciben el mundo las demás, lo cual es un don que no nos merecemos, pero que tenemos que celebrar y homenajear. Estamos de acuerdo con él cuando afirma que es nuestro deber proteger esta multitud de paisajes sensoriales amenazados e incorporar el concepto de Umwelt en nuestra relación diaria con otros animales y entrenar la empatía radical de ver el mundo desde sus ojos.