El Neolítico lleva asociado dos aspectos estremecedores, aunque por motivos bien diferenciados: la mayor y (desde la perspectiva actual) emocionante revolución de los seres humanos pero, con ella, la peor catástrofe para la Tierra y para todos sus habitantes. Con el estreno de la Historia el nomadismo decae, los animales humanos empiezan lentamente su itinerario de sedentarización y dominio de la tierra al roturarla con el inicio de la agricultura (cultivar la tierra que dará lugar al culto, cultivo y cultivado que entre los siglos XIX y XX gestarán el término cultura, como hoy lo aplicamos). Aparejado a todo ello se encuentran procesos dramáticos como la domesticación de los otros animales y la esclavitud, junto con el menosprecio absoluto hacia las mujeres y el desprecio hacia otras culturas-sociedades.
Otro factor señalado en ese proceso de formación que intenta explicar quiénes somos, es la religión, que aparece como creencia necesaria para explicar fenómenos de un calado que resulta incognoscible para el terrícola (una tormenta con rayos y truenos que le aterroriza; hambre de días que le desgasta). Religiones reveladas, según determinados libros, que van a convertirse en valedoras del animal humano macho, elevándolo a la categoría de rey del Universo y patriarca de un planeta que aparenta estar dispuesto para sus designios.
De forma similar a como con el cultivo la tierra da frutos, con la domesticación se inicia el proceso de explotación de los otros animales y de las mujeres: ambas sin derecho a voz y obligadas a reproducir un determinado orden, el del patriarca. El aprendizaje se basa en la cosificación (modelo de utilitarismo) de unas y otras para obtener el mayor beneficio del proceso y provoca la aparición de una ambivalencia en las relaciones con los otros animales: la deificación (totemismo, mitología); la inclusión como parte de la familia (amor, aprecio efímero, prestigio social); la inmensa mayoría: explotación en todos los ámbitos imaginables.
El animal humano, que es creador de cultura y esta le sirve para adaptarse al medio, se dota de un sistema de conocimientos que crea y recrea generacionalmente para otorgar significado a su existencia. Y, entre la miríada de aspectos que configuran ese todo complejo que es la cultura de un grupo humano, se encuentra la tradición. El término es polisémico y ambiguo porque, al tratarse de un constructo social, su sentido se transforma dependiendo del momento histórico, de quiénes y con qué finalidad lo empleen.
Etimológicamente, tradición procede del latín “traditio, -ōnis.” (www.rae.es). Presenta una serie de definiciones que señalan la transmisión de doctrinas, ritos, costumbres, etc., generacionalmente; y por extensión, refiere a la noticia de un hecho antiguo transmitido por tradición o a la doctrina y costumbre conservada en un pueblo por transmisión de padres a hijos. Por tanto, la tradición forma parte de la herencia colectiva de una sociedad. La transmisión generacional significa que la tradición se actualiza porque cada generación incrementa, decrece, innova, comparte, en definitiva recrea un legado que recibe del pasado y lo modifica al compás de la sociedad concernida. Es la capacidad de cambio y adaptación cultural inherente a cualquier sociedad y a su persistencia en el tiempo.
La tradición también es cada uno de los consensos que una comunidad entiende merecedores de constituirse como parte de sus costumbres y usos. Por ello, la tradición suele ocuparse del conocimiento en general y de fundamentos sociales y culturales específicos, que por ser estimados como valiosos y acertados se pretende que sean transmitidos al conjunto de los integrantes del grupo, con objeto de que se conserven, se consoliden y perduren en el tiempo.
¿Y la identidad? Según Eric Erickson, sicólogo influyente en la etnología, afirma que la identidad designa “la percepción inmediata de la propia igualdad y continuidad en el tiempo y la consiguiente percepción de que también otros reconocen esa igualdad y esa continuidad”. En concreto y referido a la identidad cultural, es un sentimiento de identificación de un grupo o de un individuo en función de pensar que pertenece a una cultura concreta. El grupo presenta una serie de características que lo distinguen del resto de la sociedad y se identifican una serie de elementos que permiten al grupo autodefinirse como tal. La identidad de un grupo se manifiesta cuando un individuo se reconoce o reconoce a otro como miembro de un grupo social concreto.
De lo que antecede puede establecerse que la tradición, en sus ámbitos reales (prácticas) como simbólicos (creencias), actualiza y renueva el pasado en el presente pero, si a ello se suman los avances tecnológicos, se produce un contexto nuevo que debate el valor otorgado a la tradición. La cuestión es que se han transformado aspectos básicos de la sociedad, absolutamente influenciados por la tecnología y por los avances científicos, provocando el posthumanismo. Todos estos elementos conducen a pensar la tradición en términos completamente diferentes a la comprensión normalizada mantenida hasta hace varias décadas.
Entre otras, aparece una pregunta que interroga la esencia de la historia en tanto proceso de transmisión de saberes y valores. ¿Cuáles son los compromisos que pueden asumir todavía las generaciones jóvenes con los legados del pasado? Desde un incipiente modelo de metamorfosis social con respecto a la consideración de los animales no humanos ¿Cómo aprehender las relaciones con los otros animales considerando la tradición?
Lo referido (tradición, identidad) permite establecer un vínculo transversal desde la tradición, que otorga identidad a los individuos a través de reconocerse estos en creencias y prácticas comunes del pasado más o menos próximo, hasta el sistema de conocimiento que es la cultura y que les aglutina como grupo sociocultural con valores, ideologías y aprendizajes diferentes de otros grupos. Ese conjunto de causas y fenómenos se convierte actualmente en la base del razonamiento empleado por un sector de la sociedad española para defender determinadas prácticas que atentan contra la integridad y la vida de los otros animales.
En España tiene lugar una amplia serie de delirios, marcados por la tortura y la matanza de los otros animales, como aspectos sobresalientes de la “fiesta”. Apoteosis de sangre que pretenden justificar fundamentándolas en términos como cultura, tradición e identidad de un país, de una ciudad, de una aldea o de un grupúsculo cualquiera de personajes derivados de lo más rancio de un patriarcado caduco que todavía ondea en determinados territorios de la Península Ibérica. Gentes que anualmente pergeñan excitados el baño de sangre que acabará haciéndoles sentir aquello que les inviste de lo peor: el pretexto de la fiesta como excusa para no ser.
La casuística es casi interminable. No se sabe exactamente cuántas son las fiestas españolas en las que usan, abusan, masacran y matan a los otros animales pero las listas que pueden desarrollarse alcanzan a varios miles. Ese asesinato no distingue entre animales, todos son igualmente útiles para las diversas fiestas. Y todos contribuyen a perpetuar antiguos (inexistentes, recién inventados, caducos, reinventados) mitos asociados a la virilidad, a la hombría, fertilidad, suerte. Y eso ha de acabar ya.
Esos energúmenos insisten, de forma recalcitrante, en reivindicar unos festejos crueles que atienden al ocio, al deporte, al placer abyecto o a lo que sea con tal de que no se pierda la celebración que tan denigrativamente afama a la población de la que se trate. Como ejemplos tremendos y horriblemente conocidos: el Toro de la Vega (Tordesillas); Correbous (Cataluña y Valencia); Toro de Medinacelli (Soria); Toro de Coria (Cáceres); Bous a la mar (Denia); el arrastre con bueyes (Idi-dema) la mayoría en Vizcaya (País Vasco); los sanfermines; Colombicultura; el tiro al pichón, cotos de caza, tauromaquia, etc. Y las becerradas que, como su nombre indica, se trata de toros de entre 1 y 2 años que son linchados por una masa enfebrecida de adultos y jóvenes que se acompañan de niños y niñas que son adiestrados en la abominación de esas prácticas funestas y despreciables.
Es lo que ha ocurrido en ese lugar llamado Valmojado (Toledo) que, en nombre de no se sabe qué tradición inventada por los lugareños, se ha torturado hasta la muerte más dolorosa a pequeñas becerras, sin apenas cuernos, casi bebés. Matadas de la forma más violenta frente a los ojos, que eran inocentes, de las nuevas generaciones de vecinas y vecinos de esa localidad. Las imágenes las han visto más de 11 millones de personas y la condena ha sido unánime excepto por parte de determinadas personas de ese pueblo que osan defender semejante atrocidad. Y eso es lo que queremos evidenciar con este escrito, a la vez que declarar que ese terrible hecho no puede quedar impune, que la perversidad de esos asesinatos reciba un castigo ejemplar porque no hay cultura, ni tradición, ni identidad, ni fiesta que pueda titular el crimen cometido.
Antropologia de la Vida Animal. Grup d’Estudis d’Etnozoologia
Imagen: PACMA
Barcelona, 26 de agosto 2016